6 de abril de 2009

Edición Nº 31

En esta edición no encontraran noticias, sí un escrito muy personal que algunos sé que sabrán apreciar, para encontrar cosas de humor diríjase a otras ediciones, la anterior por ejemplo, esta está destinada a un escrito que no tiene que ver con aquello pero que igual es valioso.


¿Qué me pasó cuando leí “El concepto de la angustia” de Kierkegaard?

En principio me pasó que me saturó la invocación religiosa que todo el tiempo se hace presente en el autor, la obligación de leerlo también me pasó por la cabeza, ya que al otro día tenía que juntarme con mis compañeros a comentar el texto.

Me parece que Kierkegaard estaba bastante obsesionado, recuerdo que alguna vez leí que el tenía todo un tema con el hecho de que iba a morir joven, y que eso le hacía sentir culpa respecto a su amada. Lo sentí muy Sartre, y claro… el danés es considerado el padre del existencialismo, corriente que alguna vez me atrajo levemente desde los primeros tiempos en que tomé contacto con la filosofía, allá por el año 99 en una suerte de exilio en Paraguay.

En aquel tiempo no tenía muchas preocupaciones, y me gustaba leer de un manual del colegio aquellas cosas que decían los “pensadores”. De todas maneras en aquella época me interesaban otros personajes que recién iba conociendo, puedo nombrar entre ellos a Spinoza, a Heidegger, a Heráclito, a Descartes y a Hegel. Y sí… eran tiempos de esas crisis de la adolescencia donde estas lecturas me estimulaban para pensar el mundo de otras maneras.

Rescato de “El concepto de la angustia” aquello que refiere a la posibilidad de ser libre y la responsabilidad que ello conlleva, la angustia es ante la nada, dice el texto. Y todo eso me hace pensar nuevamente en Sartre, de quien leyera durante mi primer año en la carrera de Psicología un texto llamado “El existencialismo en un humanismo”. Libro que disfruté pero que a su vez me dejaba muchas dudas, algo que nunca voy a dejar de pensar de Sartre es lo que decía sobre la muerte, que le quita sentido a la vida, afirmación que aborrezco; pienso que es todo lo contrario ya que si nunca muriéramos seríamos una especie de dioses sumidos en la “perfecta eternidad” sin desafíos, sin lucha, como adornos de cristal que lo contemplan todo desde la suma tranquilidad, inmutables, indiferentes.

Luchar sería lo contrario a esto, y es lo que no encuentro en Kierkegaard ni en Sartre, sí el valor del individuo, pero de un “uno” recortado y angustiado, no me basta. Siento que estamos condenados a ser libres, como decía el citado escritos francés, en este punto su ateísmo lo libera del peso que tenía Kierkegaard por la opresión de La Biblia, el más grande libro de ciencia ficción jamás escrito, algo así decía de el Borges.

Siento que los que escuchar pensaran que intelectualizo demasiado y que cito muchos autores, me importa lo que digan Uds, pero más me importa que sepan que tengo claro el hecho de que debo estar más allá de todo comentario por bueno o malo que sea. Acá es donde aparece la subjetividad máxima, la de aquello que no puede ser trasmitido, aquel espacio al que la palabra del poeta pretende arribar con flores y despojos, pero no sin la violencia de un decir que se pretenda dueño de sí, aún cuando su única propiedad fuesen las incertezas.

De acá paso a evocar una frase que dice… “Quien no sabe lo que quiere, termina donde no quiere estar” a lo que me digo, primero es más fácil saber aquello que uno no quiere, después, si uno tiene verdaderas ganas de vivir, ya encontrará el cómo.

Si pecamos, si no pecamos, si nos angustiamos o no, eso es muy personal, cada cual lidia con su fantasma, y no es otra cosa lo que hizo el danés con su pluma. El creía, yo no… al menos no en ese librito fantástico que tantas vidas se ha cobrado. Ay! Carlitos! sin ser marxista puedo darte la razón toda al exclamar con vos que la religión es el opio de las masas, y en este caso… también de los individuos.

Comparto también el que Kierkegaard nunca escapó de Hegel, cambiamos Otro por Otro pero siempre estamos en la misma, joven Sören.

Un profesor de filosofía de esta ciudad gusta de decir que a Hegel es fácil entrar, pero muy difícil es salir de el.

Los laberintos, las penas, la angustia y hasta la melancolía… que loca moda la de los existencialistas y su contexto de postguerra que nunca deja de tener para mí un leve tufillo a impostura, aunque también podrán decir lo mismo aquellos que vengan cuando nos miren en el pasado. Claro está que ahora ya no hay tanto de eso, pero si en cambio otras cosas que no son menos alienantes, celulares, computadoras, medios que repiten información hasta la hipnosis… otras formas de la incomunicación, de una angustia que intenta llenarse con los objetos de consumo y con la vana promesa de una felicidad inalcanzable, inexistente. Para nuestro bien existió el psicoanálisis, quizá el último bastión donde pueda encontrarse al menos una pizca de libertad, o al menos una baldosa donde pararse para recibir con los brazos abiertos el mundo que nos toca vivir.

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